Existe una leyenda, de los tiempos de la conquista española de América, según la cual había una región fabulosa en América del Sur llena de riquezas y cuyo soberano se decía que se bañaba en polvo de oro. Los tesoros en metales, piedras preciosas y oro eran allí incalculables, de ahí que se conociese como El Dorado a esta zona, emplazada en torno a las cuencas de los altos Amazonas y Orinoco. Durante siglos muchos hombres se aventuraron, de manera infructuosa, a la búsqueda de esta magnífica y misteriosa tierra, y la leyenda siguió alimentándose...
Cuando en 1953 Cadillac decidió poner en el mercado un automóvil de referencia, extraordinario, lujoso y dotado de los adelantos técnicos del momento, encontró en esta fábula el argumento ideal para denominarlo. Con aquella soñada región sureña, el convertible Eldorado, desarrollado por el equipo de Harley J. Earl, rebosaba una riqueza de equipamiento sin par. La lista de accesorios y terminaciones habla por sí sola: tapicería de cuero, retrovisores exteriores, parabrisas panorámico y tintado, aire acondicionado, elevalunas eléctricos, radio con preselección automática de emisoras, controlador de luces automático, ruedas de radios cromadas… Para hacerse una idea del nivel al que se hallaba, el Eldorado costaba 7.750 dólares del momento, mientras que un convertible de serie 62 (modelo del que derivaba) se vendía a 4.100 dólares.
El capítulo mecánico redundaba en la misma idea de magnificencia y exclusividad. Todo en él estaba pensado para hacer de un viaje una experiencia agradable y placentera, donde la suavidad y la fuerza del motor a la hora de transitar las largas autopistas americanas fueran la tónica principal. Debajo del capó, un poderoso motor V8 de cinco litros y medio, dirección y frenos asistidos y una transmisión automática garantizaban ese brío y ese confort necesarios.
El modelo pasó a convertirse desde ese momento en bandera de la General Motors, y a los ojos de cualquier observador, en la máxima expresión de la suntuosidad, el idealismo y la superioridad de un país exultante y próspero. Frente al pragmatismo de una Europa ocupada en su reconstrucción, la burguesía estadounidense vivía a aquel lado del Atlántico un periodo dulce, imbuida entre la opulencia doméstica, los televisores y los tostadores eléctricos, los sueños aeroespaciales, el blues y las estrellas de Hollywood.
Como un espejo de este modo de vida, los años cincuenta habían traído un estilo automovilístico cargado de cromados y curvas, mayor superficie acristalada, barrocos parachoques sobredimensionados y unas formas que pronto se convertirían en canon de una generación, allí, aquí y acullá: las aletas posteriores elevadas. En ello tuvo una influencia incuestionable la admiración despertada por la aviación militar durante la guerra. Los diseñadores se apresuraron a extrapolar al automóvil las líneas maestras de las aeronaves, inspirándose en las formas geométricas del fuselaje y en la elevación de los timones de dirección. En concreto, fue el caza P-38, un avión de doble cola, en el que se fijaron los dibujantes de Cadillac para definir las aletas de la serie 62 inicial.
A partir de ahí, el prolífico y visionario Harley Earl y su grupo de ingenieros fueron dando forma al Eldorado, al tiempo que aquel chico de largas patillas y sobresaliente tupé, que en 1954 había irrumpido tímidamente en un escenario de Memphis, extendía su reinado dentro y fuera de América. Elvis y Eldorado se engrandecieron año a año (el rey del rock & roll llegaría a reunir, de hecho, una jugosa colección particular de Cadillac).
En líneas generales las sucesivas series perdieron las formas voluptuosas del frontal original para ganarlas en la zaga. Los parachoques, con los característicos obuses centrales, poco a poco se fueron integrando y estilizando, proporcionalmente a como crecían y se hacían especialmente puntiagudas las aletas posteriores. De este modo, si el Buick Y-Job de 1938 inspiró a la generación de coches de los cuarenta, el prototipo Le Sabre de 1951 sería el modelo tomado para definir el Eldorado de la década, cuya versión superior fue el Brougham.
Esta variante extralujo, concebida para hacer frente comercial al Lincoln Continental, apareció en 1957, coincidiendo con otra modificación estructural que se consideró fundamental en el devenir de la línea del modelo. El departamento técnico elaboró un chasis cruciforme que sustituyó al tradicional bastidor de largueros anterior. Además de ganar rigidez a la torsión, el nuevo esquema daba libertad a los dibujantes a la hora de concebir carrocerías de menor altura, con lo que el Eldorado se alargaba y estilizaba y hacía sobresalir, más si cabe, esas desproporcionadas aletas traseras.
Entre tanto, la oficina de motores de Cadillac seguía agrandando el V8 de válvulas en cabeza. Conceptualmente lo evolucionaron poco. Las modificaciones iban encaminadas más bien a ganar potencia a partir de aumentar la cilindrada y la alimentación. Así, la versión inicial de 5,5 litros, dotada en el 53 y el 54 de un carburador solo (Carter o Rochester de cuatro cuerpos), pasó a contar en 1955 con dos Rochester de cuatro cuerpos. Luego vendrían los sucesivos incrementos de cilindrada a 6 y 6,4 litros, en 1956 y 1959 respectivamente, que elevaron la potencia hasta los 345 CV SAE.
El derroche estilístico vertido en el Eldorado llegó a su cenit con el que acabaría siendo el canto del cisne de Harley Earl: el inigualable modelo 59. Símbolo de la ostentación más desmesurada, los convertibles Biarritz y Coupé Seville de este año mostraban un tres cuartos posterior de ciencia ficción. Las aletas se habían convertido en auténticas derivas extraídas, aparentemente, del fuselaje de un cohete o un avión a reacción. La propia Cadillac admitiría que este coche fue el más pretencioso jamás construido.